viernes, 14 de octubre de 2011

LA TRAGEDIA DE LA MUERTE Y LOS EXCESOS DEL PODER

(Artículo escrito a raíz de la muerte de Mouriño)

Los mexicanos merecemos respeto de aquellos que circunstancialmente ejercen el poder, de manera legítima o ilegitima. Su estancia temporal en los puestos públicos reclama de ellos una conducta austera y republicana, aunque es mucho pedirles modestia a los que no tienen ni conciencia democrática, ni la estatura moral que se necesita en el desempeño de tareas públicas. El poder los hace soberbios y atropellan las normas más elementales de la convivencia social.

Acabamos de presenciar un hecho que confirma lo anterior a raíz de la muerte del que fuera Secretario de Gobernación, avalada por los medios electrónicos, sobre todo por la televisión, que en una transmisión en vivo y en directo se asumieron como representantes y voceros del pueblo.

Nadie puede negar el impacto que provocan muertes ocasionadas en las circunstancias en las que ocurrió el desplome del Jet de la Secretaría de Gobernación, pero eso no da derecho para que los gobernantes, abusando del poder, lleguen a los excesos a los que llegó Calderón y el panismo, pretendiendo convertir en héroe nacional a quien por razones de amistad cercana se encontraba, también transitoriamente, al frente de la Secretaría de Estado, responsable de la política interior.

Antes de la muerte de Mouriño los juicios adversos a su desempeño como funcionario público estaban en todas partes, y casi la totalidad de las publicaciones nacionales y los comentaristas políticos mencionaban su inminente remoción del cargo. A excepción de los panistas, el resto de los politólogos consideraron un grave error de Calderón llevarlo a ese puesto y haberlo mantenido después de las fuertes acusaciones en su contra por el conflicto de intereses en que incurrió, situación que se documentó y que hasta la fecha subsiste, en sus términos, porque no fueron desvirtuadas. Además en la semana previa a su fallecimiento la Procuraduría General de la República entró en conflicto con el IFAI, porque aquella dependencia no sólo se negó a dar información sobre un documento proveniente de España en que se involucra al padre de Mouriño en lavado de dinero, sino que recurrió, al margen de cualquier ley, a un amparo para impedir que esa información llegara al Instituto.

La estrategia equivocada de Calderón para combatir al crimen organizado cayó en el terreno del desastre con Mouriño al frente de Gobernación; el número de ejecutados se compara, en ocasiones, con las muertes de Irak en guerra con los yanquis; la inseguridad pública se ha desbordado a niveles jamás conocidos y prevalece un ambiente de angustia y preocupación entre la población.

Eran públicas las contradicciones en el seno del propio PAN en torno al papel que había desarrollado Mouriño en la política interior, a grado tal que dos días antes del desplome del avión en que murió, en la Secretaría de Gobernación se habló del “fuego amigo” como fuente de las versiones que lo apartaban de esa secretaría.

Su muerte súbita quebró la intención de Calderón de declararlo su candidato presidencial y provocó en éste verdaderos arranques de neurosis, que se manifestaron, sobre todo, en el acto político-electoral-religioso celebrado en el Campo Marte. Ahí Calderón, en un verdadero atentado contra el Estado laico y el respeto que debe al pueblo mexicano, utilizó de manera inmoral la trágica muerte de su amigo incondicional -tal como lo hizo en el caso de Morelia- para llevar agua a su molino reaccionario.

Quien también pierde con la muerte de Mouriño son los intereses económicos españoles que ya vuelan como buitres sobre PEMEX, porque en el gallego, en su calidad de vicepresidente de México, tenían un activo gestor y genuino representante de sus intereses.

Mouriño, era sobre todo y antes que nada empresario, y si como español ingresó a la actividad política de México por conducto del PAN, fue para hacer más negocios y permitir los de sus socios del otro lado del Atlántico y los de aquí, lo que explica que Calderón se haya descompuesto y en forma excesiva le prodigara elogios -50 calificativos según un reportaje- que agraden la inteligencia de los mexicanos.

Un empresario español no puede ser un “apasionado de México”, un “patriota”, “un digno representante de una nueva generación de mexicanos”, un “gran transformador” del país, una persona “comprometida con el desarrollo de México”, como calificó Calderón a su amigo, o en el grado de la locura, de “ilustre mexicano” como lo hizo Fox. Pero pedir sensatez a la derecha sería mucho. Esa sensatez tuvo que venir de fuera, y precisamente de España, a través del periódico EL Mundo, que en su edición de 5 de noviembre ubicó a Mouriño en su exacta, única y real dimensión diciendo que era “el español que se ganó la confianza de Calderón”. Ni más, pero tampoco menos.

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