miércoles, 5 de octubre de 2011

CUENTO CORTO: LA TORMENTA

El relámpago se adelantó por minutos a la tormenta, que extendió su manto sobre el valle verde y regó con olor a tierra húmeda el ambiente, sobre el que se desató después incontenible. La luz intensa, cegadora y total llenó las habitaciones e iluminó el amplio patio de la casa; entró y salió por todas partes y al mismo tiempo, dejando sin aliento a quienes lo sintieron de cerca, fuerte y amenazador; alarmó y paralizó a los animales que, repuestos, corrieron a ocultarse de la lluvia inminente, en rápida estampida. El trueno que acalló todos los ruidos se escuchó sonoro y profundo, como si desgarrara el aire y derribara el monte, hiriendo las entrañas de la tierra; violento se ocultó en el horizonte y dejó un intenso olor a pólvora y a humedad de tierra, ese olor a vida, embriagador y fresco que, en el atardecer del día, anuncia que una jornada más llega a su fin. El “avemariapurísima” de la tía Nina quedó ahogado por el estruendo, como si la luz que lo deslumbró todo se lo hubiera tragado. El niño sólo lo adivinó por la señal convencional de la cruz en la frente, tan violenta como el mismo relámpago. Ella se cubrió la cabeza con el viejo chal de rayas blancas, haciendo juego con el pelo blanco y escaso que en otro tiempo fue abundante y de un negro brillante que relampagueaba a la luz de la luna.

Al instante, como si el relámpago hubiera dado la orden, todos, las mujeres, los hombres y los niños de la casa se precipitaron a la “era”, patio de ladrillo café donde se depositaba año con año la cosecha, producto de inmensos esfuerzos, y lograda en limitado volumen. Llena de espigas doradas, semejaba un plantío de trigo abigarrado e intenso, listo para recogerse, cuando el hombre del campo olvida, aunque sea por instantes, la angustia y la incertidumbre, sonríe de frente y se deja invadir por la satisfacción, por haber vencido, en difícil lucha, los obstáculos de la naturaleza, y ha logrado arrancarle, con sudor y sacrificios, apenas lo indispensable para no morir de hambre y seguir con vida en este “valle de lágrimas”. Situación diferente a la del obrero, que siendo un asalariado, maneja, manipula y doma la maquinaria, transforma la materia prima, la moldea y finalmente le da forma y utilidad, por lo cual siente y efectivamente ejerce dominio sobre la naturaleza, que jamás sentirá el campesino.

Como si fuera una competencia, la gente y la lluvia llegaron juntas. Apúrense, gritó el abuelo Néstor, que se protegía en el ala del tejado, embrocado su pequeño gabán, prenda inseparable todos los días y en todo clima, vencida ya su figura por el paso de los años y la angustias de la vida, fuera como obrero en los ferrocarriles o trabajando en el campo. El grito lo dijo entre desesperado y esperanzado en que la lluvia se detuviera; y al instante, cual si fuera una orden la lluvia cesó tan violentamente como empezó, pero la tormenta se sentía y se respiraba. Un ruido, que sólo la lluvia produce y sólo en el campo se escucha, se percibía con toda nitidez, apurando más a los que recogían los manojos de trigo que a pesar de la humedad se desgranaban.

Un viento húmedo y fuerte se dejó sentir de repente, casi arranca las tejas y los árboles que se movían con violencia sólo unos instantes previos a que la tormenta, dueña, señora y madre del valle, se manifestara con toda su grandeza, con todo su poder arrasador, frente a la cual el ser humano nada puede hacer, y por eso se ve obligado a meditar en su pequeñez y su destino sobre la tierra.

El de la tormenta es el tiempo cuando el hombre del campo vibra de impotencia, piensa y medita, se ofusca y observa, impasible e impotente al ver cómo se esfuma, en minutos, su esfuerzo de años y décadas.

Ante el asombro de los niños que poco entendían de tragedias y la resignación de los mayores la tormenta se desató furiosa e implacable, formando olas como las del mar, pero en forma horizontal sobre el pequeño y convulsionado espacio al alcance de la vista alterada, a cada momento, por el efecto de los relámpagos y los “avemariapurísima” pronunciados más por costumbre que por convencimiento.

Violento y contundente el fenómeno azotó, como verdadera tromba, al espantado valle y de ahí se extendió “seguramente”, dijo Simón Santos, “al resto del mundo”, como si el mundo sólo comprendiera lo que abarcaba la vista en medio de la tormenta. Pero tal fue el estruendo y tales los destrozos.

Seguramente fue una “cola”, afirmó el abuelo Néstor, ahora más triste y sombrío que hacía veinte minutos, cuando reinaba el orden y la armonía, cuando ni siquiera se adivinaba y menos se pensaba en el “diluvio universal” como calificó aquella devastación -exagerando mucho- Arcadio, joven pero con aspecto de anciano, a causa de las riumas prematuras que casi lo paralizaron pocos años después.

Con la misma violencia con que llegó, desapareció la tormenta, dejando a su paso tristeza y desolación. Los niños asustados, pero ajenos al drama de los demás, apenas disminuyó la lluvia salieron corriendo sobre los charcos y la “corriente” que, estruendosa y abarcándolo todo, bajaba de la montaña.

El silencio y la calma, esa calma y ese silencio que sólo las tormentas producen, se alteraba solamente por el ruido intenso de la “creciente”, aguas broncas que se desplazan incontrolables por las venas abiertas que vienen de los cerros, a cuyos pies se encontraba la casa como guardián del macizo montañoso, desde donde se lograba divisar el valle y el cordón de cerros que lo rodeaban, como si trataran de protegerlo frente a la inmensidad.

Valle verde, hermoso y quieto en primavera; triste, desolado, apacible y gris en el invierno, siempre con mucho sol y con poca gente, al menos esa era la impresión que se adquiría desde la casa, desde donde todos comprendían que siempre había sido así y que así sería para siempre.

Cierto, valle quieto y apacible, alterado sólo por los aguaceros y las tormentas eléctricas de agosto, “mes de la canícula”, decía Don Pepe, el varón mayor de la familia que lucía a plenitud a sus 45 años, con gran vigor físico y una claridad mental que sólo perdería con su muerte; quietud alterada también cuando el viento rasante y helado levantaba polvo, entre febrero y marzo, obscureciendo y alterando el espacio y el tiempo, pues como se decía: “ahora más temprano se hace tarde”, a grado tal que la gente perdía la noción del tiempo, y las sombras de la montaña mayor, donde se “veía la hora”, se ocultaba entre las nubes de polvo.

El pueblo, como casi todos los pueblos indígenas de México, estaba ubicado sobre tierras áridas, con declive pronunciado; ni en el monte ni en el valle. Claro, decía Don Pepe al tratar de explicar por qué el pueblo estaba allí y no en otro lugar, desde que llegaron los españoles se dedicaron a perseguir y aniquilar a los nativos; por eso sólo había seis millones de habitantes, en México, cuando el cura Hidalgo dio el Grito de Independencia.

Los que no fueron muertos, fueron despojados y expulsados de sus tierras, que eran comunes, o como les llamamos aquí “tierras de común repartimiento”, herencia de quienes habitaron el territorio mexicano antes de los españoles, que por cierto eran puros aventureros, concluía.

Efectivamente así fue. Y el pueblo representaba un resumen apretado de la historia patria, con toda su grandeza y en todo su esplendor. Ubicado en terreno “tepetatoso”, con una delgada y la mayoría de las veces inexistente capa para el cultivo, era un símbolo viviente del hambre histórica por la tierra, según una acertada y contundente frase, acuñada en momentos de pasión patriótica por Don Pepe, muy propia para encabezar un manifiesto agrario, en la también histórica lucha por la tierra, pero pronunciada en la quietud de la vida campesina, cuando el sol se va ocultando y las fuerzas flaquean, después de un intenso día de trabajo que ennoblece el espíritu, pero mina indefectiblemente el cuerpo.

En el campo siempre hay incertidumbre, siempre hay inseguridad, nunca se sabe en qué momento se presentará una tormenta, una helada; nunca hemos sabido y quizá jamás nos enteraremos cuando habrá una granizada, ni cuando aparecerá una plaga que acabe con nuestros cultivos, afirmaba convencido el abuelo Néstor, con la mirada puesta en el infinito y los pies bien plantados sobre la tierra que lo vio nacer hacía 80 años. Con vehemencia dejaba caer cada palabra, como quien golpea con una barreta el duro suelo de tepetate. Y lo decía con un dejo de resignación, pero sin que en su voz o en sus gestos se notara la menor rebeldía o enojo. Era la resignación frente a las impredecibles e incontrolables fuerzas de la naturaleza. Una expresión más de la pequeñez del ser humano y de la sincera comprensión de su atraso técnico.

En ese momento, abajo de la “era”, en el camino firme, pasaban varios cuidadores con sus animales, todos mojados como una sopa; también todos flacos, hambrientos los muchachos, con la boca seca en medio de la humedad, cubiertos con “pachones” que les daban calor a sus esqueléticos cuerpos, simulando fantasmas en el inicio de la oscuridad precipitada por la tormenta.

Casi pasaron inadvertidos, porque todo mundo, aún sin reponerse, dirigía su mirada, con angustia y dificultades sobre el valle, lugar de estragos y desastre. La distancia ocultaba la magnitud de los daños, pero se percibían como el penetrante olor a tierra húmeda al iniciar la lluvia en tiempos de tormenta.

Los dos varones, hijos de Néstor, al que los niños llamaban cariñosamente Papá Grande, sin que supieran siquiera que existía la lengua francesa, con la madurez de sus años y la experiencia cumulada, que no era poca, no ocultaban el sufrimiento interno, pero tampoco invocaban a Dios, jamás lo invocaron, ni en las buenas ni en las malas; pues eran hombres austeros, respetados y respetuosos, serenos y valientes, unidos por la autoridad generosa de su padre, unidos también en la generosidad fraterna; no tenían ambiciones mezquinas ni espíritu explotador.

Mañana hay que enderezar, con mucho cuidado, las matas ladeadas del maíz, porque las que están caídas ya no se pueden enderezar, les dijo el abuelo Néstor. Su voz apagada fue escuchada por los hermanos; no era una orden, ni siquiera una sugerencia, pero eran tan evidentes los estragos que su voz se convertía en indiscutible.

Un nuevo relámpago y un nuevo estruendo volvieron a sacudir a todos. El vago rumor de otra tormenta ponía el alma en un hilo. Así se vive en el campo y así se muere también.

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