miércoles, 30 de abril de 2014

LA LUCHA ANTICAPITALISTA, PRIORIDAD EN EL SIGLO XXI

“Quiero que el mundo sea socialista,
 y creo que tarde o temprano lo será”*
Gabriel García Márquez

La llamada mundialización o globalización capitalista es un proceso impuesto por las grandes potencias para recolonizar a los pueblos que, a través de la historia reciente, han luchado en condiciones desventajosas para lograr su independencia, y ya obtenida, preservarla.

No se trata de movilizar grandes ejércitos para destruir poblaciones y ocupar territorios, aunque esto no queda descartado. Lo esencial de la globalización es la destrucción de las barreras que impidan la libre circulación de los capitales y, por lo tanto, asegurar el dominio  absoluto a nivel mundial en el plano económico, y también en el social, en el político y en el cultural.

La “Extraña dictadura” de que habla Viviane Forrester es la dictadura del capital en vastas regiones del globo terrestre, que incluye la población de países desarrollados, en un brutal proceso de colonización interna, donde se presentan los mismos resultados devastadores que sufren miles de millones de personas en otras partes del mundo.

Con este proceso neo colonizador, y su expresión criminal, el neoliberalismo o ultraliberalismo, el régimen capitalista agudiza las contradicciones y los antagonismos que lo acompañan desde su nacimiento.

El capitalismo no ha cambiado de naturaleza, lo que ocurre es que ha llevado el proceso de explotación de los trabajadores y de los pueblos a niveles jamás conocidos, desembocando en la más aguda concentración y acumulación del capital en manos de unos cuantos.

Marx precisó, en El Capital, que “la acumulación de la riqueza en uno de los polos determina en el polo contrario, en el polo de la clase que produce su propio producto como capital, una acumulación igual de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de ignorancia, de embrutecimiento  y de degradación moral”.

A nivel mundial el 1% de la población concentra más de la mitad de la riqueza. Podemos decir, gráficamente, que en el segundo decenio del siglo XXI, existe un profundo e intenso antagonismo,  entre el 1% y el 99% de la población mundial. La desigualdad social es ahora mayor que en otros tiempos y continúa creciendo como lo muestra la realidad reflejada en  los datos que todos los días se dan a conocer.

La fase imperialista del capitalismo, descrita magistralmente por Lenin, se encuentra, evidentemente, en un nuevo nivel de desarrollo en que las contradicciones se han acentuado, alcanzando un alto grado de explotación de los trabajadores y de pueblos enteros.

 La lucha contra la globalización capitalista -régimen que ha tenido resultados desastrosos para la humanidad, y que abarca todas las latitudes del mundo- tiene que precisar objetivamente esa situación, y clarificar sus propósitos anticapitalistas. La necesidad de abolir el régimen capitalista de producción, como lo han planteado los marxistas en los siglos XIX y XX y en lo que va del XXI, se ha convertido en una condición necesaria para que la humanidad prosiga su desarrollo ascendente.

En este cuadro complejo, la llamada competitividad –o sea la competencia desenfrenada- ha sido elevada por el capitalismo a rango de ley para sustentar el dominio de las grandes potencias económicas y de sus oligopolios sobre extensas regiones del planeta. En realidad la competitividad es fuente de anarquía en la producción y, por tanto, fuente de anarquía social;  provoca el crecimiento elevado del desempleo y la agudización de las contradicciones entre el capital y el trabajo. La competitividad se encuentra en la base de las crisis capitalistas recurrentes.

La competitividad es el pretexto para despojar a los trabajadores y acrecentar las ganancias del capital, reduciendo criminalmente los salarios y derogando las conquistas laborales ganadas, en cruentas luchas, por la clase trabajadora.

La lucha contra el modelo neoliberal que se da en países como México y el resto de América Latina, y en otras partes del mundo, no puede quedar en la superficie, o en la simple demanda de reformar el capitalismo, llamando a la oligarquía y a sus servidores en el poder para que moderen sus desmedidas ambiciones. Se tiene que ir a la raíz, a la fuente que le da vida al neoliberalismo, es decir, al régimen capitalista de producción.

Ni tercera vía -necesariamente capitalista como lo plantean los autores de este engañoso camino- ni capitalismo más humano (sic), ni capitalismo reformado. El régimen de producción capitalista ha sido, es y será un obstáculo para el bienestar de los pueblos y de las naciones. Es también la mayor amenaza que pende sobre la humanidad y que pone en peligro la continuidad del ser humano sobre la Tierra.

La lucha anticapitalista, entonces, se ha convertido en nuestros días en una batalla por la sobrevivencia de la propia humanidad.

Hoy América Latina es un escenario destacado, a nivel mundial, en la lucha por la independencia de los pueblos y por abatir las brutales expresiones de desigualdad generadas por el capitalismo, pero el reto en el futuro inmediato será transformar la lucha antineoliberal por la lucha anticapitalista, es decir, por la construcción del sistema socialista, como se tiene planteado en Venezuela, sobre cuyo gobierno se vuelcan rabiosamente las fuerzas económicas más poderosas del capitalismo. En Latinoamérica se están definiendo intereses vitales de toda la humanidad.

La lucha en los años que vienen de este siglo será para lograr el reino de la libertad, dejando atrás el reino de la necesidad. Una aspiración genuinamente humana.



*El olor de la guayaba. Gabriel García Márquez. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Editorial Diana. México 1996. Pág. 76.

lunes, 28 de abril de 2014

CUENTO CORTO: TÍO ÁNGEL

Más que una persona parecía un fantasma, lleno de furia desde que aparecía en la punta de la loma hasta que llegaba a la casa, injuriando a todo ser que se moviese o no, sin faltarle el respeto a nadie, pues a pesar de los rayos y centellas que le brotaban hasta por los poros, todo el mundo le merecía un gran respeto.

Junto con las palabras altisonantes, llegaba desde lejos el olor a tabaco consumido, más penetrante que el humo de una “arcina” después de haberse consumido, o de los ocotes medio verdes que se resistían a prender  bajo el comal de las tortillas. Hasta las piedras se atemorizaban a su paso y los pájaros levantaban el vuelo, en estampida, pues temían ser alcanzados por los improperios de Tío Ángel. Con su arribo, su figura se sentía imponente y lo abarcaba todo: sus ojos fulminaban lo que encontraban a su alrededor, y de sus espuelas se desprendían grandes chispas, capaces de incendiar el infértil suelo de la región, sobre todo en el invierno.

Cuando los niños percibían su inminente llegada agrandaban los ojos desmesuradamente y sentían que un terremoto se aproximaba, similar al que había provocado la erupción de El Paricutín, cuyas cenizas cubrieron el valle, que lució más gris y más inmenso que nunca.

En ocasiones los zopilotes lo escoltaban en su camino y lo abandonaban al llegar a la casa de la huerta, seguros de que estaría, al menos por algunos minutos, bajo el resguardo familiar y el temor creciente de los muchachos.

Su sombrero era, más que una aprenda para protegerse del sol, del agua y de las inclemencias del tiempo, un objeto formado por tierra y sudor, de color impreciso, a prueba de las lluvias torrenciales de siempre. Igual era el resto de su vestimenta: la camisa, con el tiempo, se había convertido en chamarra, cubierta con tierra roja del monte y agua que hacían una mezcla sólida, y el pantalón -grueso también, parecía ser de cuero a pesar del uso rudo que le había dado- se encontraba amoldado al cuerpo y pegado a su piel morena, sucia, olorosa a cigarro o a barbacoa.

El sobrero de “pronunciado” y su figura delgada le daban cierto aire al Quijote de Cervantes. Su caballo, compañero inseparable y fiel, no le pedía nada a Rocinante. El Tío tenía sus molinos de viento a los que no arremetía con espada en mano, sino con una lengua viperina que profería injurias permanentes y golpeaba el viento con una fuerza inusual.

El bajar del caballo su cuerpo se mantenía como si estuviera montado: abiertas las piernas como un arco tenso, casi un circulo, sólo distorsionado por sus zapatos de una pieza tan viejos y raídos como el resto de su ropa, con agujeros en la suela y en el cuero para que sus pies pudieran respirar un poco de aire.

Su madre, una viejecita tierna de ciento cinco años, que lucía su cabello totalmente negro y a la que le estaban saliendo los dientes otra vez, con esa voz ronca que se les forma a las personas de mucha edad, le decía con frecuencia: Ángel, “la pobreza no está reñida con la limpieza. Te voy a llevar arrastrando a la poza para quitarte tanta mugre que cargas por todas partes”. Y él, muy campante y quitado de la pena, le contestaba: “no madrecita, aquí en el pueblo se dice que la cascara guarda al palo, y eso es verdad, ya ves que nunca me enfermo. Quiero seguir siendo sano”.

Para Tío Ángel su guarida era el monte donde había procreado con Francisca a Melchor, quien no hablaba de otra cosa que no fuera de la lumbre y de los hombres que nos quemarían en un rato más. Nunca se le vio dirigir la palabra a su hijo que, se murmuraba, había recibido, en la cabeza, tantos golpes de su madre, junto al fogón, que le hicieron perder la razón, y que viviría a partir de entonces con el fuego en la mente como el resto de los mortales vive con el aire en los pulmones.

Querido por la gente y temido por los infantes, a los que no causaba el menor daño, Tío Ángel había asumido la defensa de las causas perdidas de los pobladores, a los que representaba en gestiones interminables ante las autoridades municipales o judiciales sobre tierras comunales, ejidales y pequeña propiedad, todas de origen tan remoto que dificultaba saber quién o quienes eran, ahora, los dueños.

Los trámites que realizaba estaban condenados al fracaso. Su interés por resolver los casos que la gente le encargaba reñía con su desconocimiento de las formas y modos amañados dominados a la perfección por la pequeña burocracia oficial que, por años, todo lo enredaba para quitarles hasta el último centavo a sus miserables gobernados.

Aún sabiendo que eso ocurriría se trasladaba a las oficinas, ahora transformado en una persona irreconocible.  Sus zapatos experimentaban un gran cambio, pues hubiera sido el extremo de la locura subirse al camión con las espuelas bien puestas en los botines.

Extrovertido y dicharachero, enteraba a todo mundo de sus gestiones y de su enojo al que acumulaba un lenguaje fuerte para ganar el pleito de palabra y perderlo, de hecho, ante las autoridades. Su voz retumbaba por todas partes, lo que le permitía ganar la simpatía de sus escuchas para las causas justas que representaba, que eran la tenencia de la tierra y la felicidad de sus semejantes. A su modo y a su forma el grito de “justicia, tierra y libertad” de Emiliano Zapata estaba envuelto en las resonantes palabras que profería al por mayor, sin detenerse a considerar quién o quienes estaban cerca.

Su hambre lo saciaba con quesos enteros, que devoraba como si hubieran transcurrido años sin haber probado bocado. Y cuando comía eran momentos de silencio hacia adentro y hacia afuera, pues aunque le hablaran o le llamaran no contestaba jamás, ni tomaba en cuenta a quienes se encontraban cerca o lejos. Sabía estar solo en medio de verdaderas muchedumbres.

La fuente del agua cristalina localizada cerca de su casa, no sólo era el lugar donde saciaba la sed que le atormentaba en tiempos de calor y le purificaba el espíritu, sino el sitio que visitaba con frecuencia para observar el magnifico espectáculo que representa el brote permanente y majestuoso del líquido que explica el origen de la vida y sustento de todo ser viviente. Ahí, frente al “ojo de agua”, retaba al sol que lo envolvía totalmente, y con gran alegría formaba un cuenco con sus manos para beber y beber el agua más pura que jamás se había conocido, con ese sabor a sol, a tierra, a frescura, a humedad, “verdadera maravilla de la madre naturaleza”, repetía.

Sin grandes conocimientos en la historia patria, afirmaba convencido que los dioses Huitzilopochtli y Tláloc debieron ser los constructores de ese pozo maravilloso del que brotaba la vida todos los días.

Para saber en qué hora del día se encontraba, dirigía la mirada a los cerros que circundaban el valle, ya fuera por la mañana, al mediodía o en la tarde. Las luces y las sombras le permitían saber casi con exactitud la hora en que vivía, práctica y costumbre de la que se sentía ufano porque, decía, “nos vienen de nuestros más lejanos antepasados que habitaron estas sagradas tierras, de esos sabios que cada vez conocemos menos”, aunque, a decir verdad, en tiempos nublados no sólo se le alteraba la hora, sino hasta el ritmo de la vida y lo mismo le pasaba a su caballo que, desorientado, no acertaba a tomar el camino hacia su morada.

Fascinaba siempre con su relato del coyote, cada vez más amplio y completo. Nunca fue la misma historia, pero al final ese relato recorrió el monte e inundo el valle para regocijo de propios y extraños que la escuchaban con atención y llenos de admiración, pues en ese tiempo era común atribuirle a dicho animal poderes capaces de hipnotizar a cualquier ser humano que encontrara en su camino.

En un día de juerga y algunos tragos, Tío Ángel regresaba a su casa en medio de una luna llena esplendorosa, balanceándose sobre el caballo, que resistió firmemente los movimientos huracanados del jinete sin control. De pronto un escalofrío recorrió todo su cuerpo, se le enchinó la piel y se le erizaron los cabellos. Desde hacía rato alguien o algo lo seguía de cerca, pero al menor descuido ya iba junto a él, y no le quitaba la vista de encima. Esa mirada lo electrizó y lo dominó, a pesar de su carácter valiente y bravío, sin que pudiera articular una sola palabra que lo defendiera del inminente peligro.

El coyote le mordió el estribo y el caballo dócilmente se detuvo. A partir de ese momento estaba viviendo algo parecido a un sueño, y recobró la conciencia hasta que se encontraba tendido en el suelo sobre las hojas caídas de los arboles, sin su inseparable sobrero y con la mirada fija y penetrante del animal, que no pestañeaba ni se movía.

De pronto el coyote mordió el sobrero y lo arrastro hacía la cabeza del Tío, como si intentará ponérselo, pero con asombro, abriendo los ojos lo más que pudo, vio como el inteligente animal lo colocó con la copa hacía arriba, lo tomo con sus extremidades delanteras, se lo llevo a la parte baja de sus extremidades traseras, orino y defeco en su prenda inseparable, después lo regresó tan cerca de la cabeza que Tío Ángel, sin poder emitir una palabra, pudo percibir el olor de su contenido.

Dueño absoluto de la situación, el coyote lucía gigante ante los ojos del hombre indefenso, tendido cuan largo era, que no acertaba a decir nada ni a mirar con claridad. Sentía que se mantenía en un sueño profundo y los párpados le pesaban como una loza. Escuchaba pero no miraba, era algo parecido o más que una pesadilla de la que no podía despertar.

Y así pasó el tiempo sin que él supiera, a ciencia cierta, cuantos minutos habían transcurrido, y sin que el coyote se despegara para nada, como si tomara venganza de algún agravio recibido anteriormente, pues se sabía que frecuentemente, en el atardecer de los días, les disparaba a esos animales con una vieja  y destartalada escopeta de municiones, siempre mal preparada y siempre pegando con toda fuerza con la culata en su hombro derecho.

A lo lejos se escucharon voces que tampoco el Tío pudo percibir, pero que el coyote captó con claridad. Fue entonces que se retiró no sin antes pasar, una y otra vez, sobre el cuerpo inerme de quien ahora había recobrado la lucidez, pero que se resistía a levantarse para no provocar la furia del animal, que se alejó con la humildad de un perro agradecido, después de haber recibido de su amo una gran dotación de comida y sentir plenamente satisfecho su hambre.

Cuando las voces estuvieron muy cerca, “a tiro de piedra”, como decía el narrador de este fabuloso cuento, alcanzó a balbucear tal cúmulo de improperios, que su caballo, negro y brioso, perdió la tranquilidad que había mostrado durante todo el tiempo que el coyote los dominó.

Se encabritó y partió a gran velocidad para la casa, a la que llegó relinchando tan fuerte, que Francisca, alarmada, despertó a Melchor para que viera lo que pasaba.

Mientras tanto el hombre que había sido víctima del coyote atinó a dar con el sombrero sucio, y lleno de furia lo aventó con fuerza a la orilla del camino. Emprendió el paso con la sensación de haber soñado, pero el brillo de la luz de la luna llena y el intenso frío lo volvieron a la realidad, estrujó sus ropas heladas y prendió un cigarro que le supo a gloria, no por el sabor cotidiano que siempre le proporcionaba, sino por haber alejado de su nariz el olor al coyote y a lo que éste le dejó en el sombrero.

Como alma errante caminó con la mirada perdida hasta que sintió el jalón fuerte de Melchor, a quien confundió, entre las sombras de los arboles, con el coyote, figura que lo perseguiría para siempre en sus noches de retorno a la casa, con la confianza de que nada le volvería a suceder, porque  ahora soltaba la reata a todo lo largo detrás del caballo, que también se sentía seguro viendo al coyote que los seguía de cerca, pero sin darles jamás  alcance, porque el temor a la reata revivía sus atavismos, pues el coyote sabía que con ese objeto muchos de sus antepasados fueron ahorcados, dejando la vida en sus mejores años.

Tío Ángel se encontraba todavía lejos de la casa, en compañía de Melchor, y para darse valor, cantó y repitió durante todo el trayecto la canción que era su himno: “Solamente una vez”, que entonaba completa cuando estaba en su juicio, pero ahora la interpretaba entrecortada y con voz temblorosa, temiendo la aparición repentina del coyote y la repetición de la escena que lo alteraba y llenaba de terror.

Otras veces contaba que por un momento creyó tener al mismísimo Lucifer encima tratando de llevárselo al infierno, y que él no le pudo reclamar con su acostumbrado lenguaje porque sus ojos brillaban sin dejar ver nada y la cola de Satanás le tapaba la boca. “Me sentía sofocado, con dificultad para respirar, sin aliento para levantarme, sin ánimo de enfrentar a la encarnación del mismo diablo”, decía, con los ojos desorbitados, casi siempre al terminar el relato.


Y cada vez, el cuento se alargaba o se acortaba según el ánimo y la audiencia. Escenas anteriores desaparecían de repente y nuevas le iban dando novedad y frescura. Siempre igual, pero siempre diferente.