El neoliberalismo, en México,
integró a sus filas durante 36 años a la derecha, a la ultraderecha, a los fascistas,
a los neofascistas, y los ancianos cristeros que sobrevivían dispersos en
iglesias y sacristías.
A todos ellos (menos a sus
parientes pobres) el neoliberalismo rapaz los llenó de privilegios económicos y
políticos; les dio prebendas inauditas a costa del patrimonio nacional y de los
recursos públicos, de los que se apropiaron y saquearon con una voracidad sin
límite.
La oligarquía se nutrió de
empresarios, muchos de ellos advenedizos, de funcionarios públicos corruptos,
de millonarios y multimillonarios que labraron sus fortunas desde las empresas privatizadas
por los gobiernos neoliberales.
Llegamos, así, a la
renovación del poder público federal, en 2018, con una economía más dependiente,
resultado de políticas depredadoras de los neoliberales; con una desigualdad
social extrema; con instituciones políticas inoperantes para el pueblo, y con
graves problemas generados directamente por neoliberalismo, como la
desorganización de la educación pública, pobreza, la extrema pobreza, la
inseguridad pública, la violencia criminal, el abandono de los jóvenes, y un
enorme desprestigio del país en materia de política internacional.
Contra eso y más fue que
votaron los ciudadanos masivamente el 1º. de julio del año pasado. Y contra el
neoliberalismo, en general, es que se ha gobernado en los primeros meses del
actual gobierno.
La derecha y la ultraderecha,
con todos sus matices, quedó azorada e inmovilizada, por el triunfo contundente
de la corriente política progresista y democrática, y tardaron casi un año para
darse cuenta que fueron desplazados del poder, y con ello deben acabarse las
prebendas y los privilegios que tuvieron durante 36 años; que la impunidad, el
saqueo, el robo descarado del patrimonio nacional y los recursos públicos, debe
llegar a su fin.
Que, además, los que mal
gobernaron durante más de tres décadas, tienen claras responsabilidades
administrativas y penales, además de la responsabilidad política por todos los
daños provocados al pueblo mexicano.
Después de casi un año ese
sector reaccionario saca la cabeza y demanda volver al neoliberalismo criminal.
Por el fondo, la forma y el contenido de sus pancartas en su pequeña movilización
reciente (mejor conocida como “la
marchita”) se vuelve a demostrar que la
derecha y la ultraderecha siguen estando huérfanas de ideas y que, como ayer,
tienen que vivir de prestado. Siempre fue así, siempre ha sido así, y siempre
así será.
Para proferir insultos y
ofender, no tienen límite, y así quedó demostrado en la marchita, pero al menos recurrieran a los que en esa materia les
anteceden en nuestro país, por ejemplo que se nutrieran con la sarta de
insultos que el asturiano Manuel Abad y Queipo utilizó contra el Padre de la
Patria, cuyo edicto debieran tener como lectura de cabecera.
Y la base de sus demandas, en
el caso de que en el futuro las hagan públicas, les vendrán del exterior: del FMI, de
la OCDE
(donde están bien representados); de los neoliberales que aún sobreviven en
distintas latitudes del mundo y, probablemente, hasta de la CIA.
Los integrantes de la
derecha, que siempre han padecido pobreza (o miseria ideológica) no tienen
capacidad para debatir. El insulto es lo suyo.
A la derecha y a la
ultraderecha, aquí y en todas partes, les gusta disfrazarse de demócratas,
ponerse máscaras para ocultar lo que realmente buscan, que es la defensa
intransigente de sus intereses de clase, que no pueden ocultar aunque se pongan
huaraches. Y su cinismo es de tal grado que invocan los intereses del pueblo y
de la nación, que ellos han atacado con saña en todo momento.
Es por eso que calificar a
los que participaron en la marchita,
como fifís, oculta su verdadera identidad.
La derecha y la ultraderecha,
en su desfachatez, reclaman que el gobierno no divida, se declaran hermanas de
la caridad, y “enemigos” de la lucha de clases, que ellos están avivando,
sabiéndose franca minoría, como siempre lo han sido.
Con un resultado como el que
se dio el 1º. de julio del 18, con una amplísima mayoría a favor de los cambios
y transformaciones por la vía nacional y popular (es decir, antineoliberales)
no es la mayoría, y el gobierno elegido por esa mayoría, la que divide.
Queda muy claro que quien
divide es la minoría derechista y ultraderechista, porque quiere conservar, a
toda costa, sus privilegios de clase. No les interesa, ni les importa la
soberanía nacional, ni la vida y o la salud de la mayoría de los mexicanos. Al
patrimonio de la nación lo ven con signo de pesos, porque eso ha sido para
ellos. Y tampoco les interesa la seguridad y bienestar de del pueblo.
Cuando escribía estas notas,
llegó una noticia en la que Financial Times (que bien sabemos qué intereses
representa) en que acusa a López Obrador de “poner en peligro la economía y las
instituciones de México”, como si esto en verdad le importara.
Pero en la misma nota se
incorpora una amenaza velada (bueno, no tan velada), afirma que para que eso no
ocurra, “sólo hay dos controles sobre el poder (que tiene AMLO): 1)
las leyes internacionales incorporadas al T-MEC, y
2) los mercados financieros.
Aunque lo oculten, la derecha
y los ultras fincan sus esperanzas en factores externos en su lucha contra el
actual gobierno federal, tal como lo señala el Financial Times, porque aquí
carecen del más mínimo apoyo. Su programa es antipopular, porque es clasista.
Por hoy, los derechistas y
ultras, se están agarrando a un clavo ardiendo: el neoliberalismo, repudiado
aquí y en todas partes, y que en territorio mexicano fue sepultado por un alud
de votos populares, y con amplias posibilidades de que ese modelo económico no pueda
ser exhumado.