sábado, 7 de enero de 2012

LA IGLESIA TIENE MUCHOS PRIVILEGIOS, PERO QUIERE MÁS.

En México históricamente se ha dado un enfrentamiento entre el poder religioso y el poder civil. Este enfrentamiento tiene su origen en el dominio que ejerció durante 300 años el Estado-iglesia español, es decir, durante toda la etapa colonial.

La lucha por la independencia y los primeros años del México independiente orientados a consolidar una nueva estructura, diferente a la impuesta por los españoles, fue difícil, entre otras cosas, por el obstáculo permanente del poder religioso, representado por los altos dirigentes de la iglesia católica. No se pueden olvidar los pasajes de la propia declaración de independencia, la consolidación de la República por los liberales y la Revolución de 1910, así como los principales frutos jurídico-constitucionales que marcan la vida nacional: la Constitución de 1824, la de 1857 y la de 1917. Dichos ordenamiento fueron y son atacadas sin excepción por la alta jerarquía eclesiástica.

Hasta la fecha, a pesar de que la contrarreforma de Salinas le reconoció personalidad jurídica a las instituciones denominadas iglesias y, con ello el carácter de ciudadanos a los ministros de culto religioso y el consecuente derecho a votar en las elecciones, la iglesia, sobre todo la católica, quiere más. Por eso no se exagera cuando se afirma que lo que busca es recuperar los fueros y privilegios que tuvo y que le daban fuerza para combatir al Estado mexicano.

Por ejemplo “El Chato” Norberto Rivera Carrera no quita el dedo del renglón y sostiene que las reformas constitucionales que reconocieron personalidad jurídica a las iglesias son insuficientes; que se le debe otorgar al clero el derecho de participar en la educación y tener acceso a los medios de información.

Lo que no dijo es que, a pesar de esas reformas y las limitaciones que legalmente tienen los ministros de culto religioso para intervenir en la vida política nacional, la alta jerarquía eclesiástica de la iglesia católica viola la ley todos los días y a toda hora. De hecho se conduce como un partido político, sin las obligaciones legales que tienen las agrupaciones políticas, y cuentan con la complicidad de las autoridades panistas de gobernación que incumplen sus obligaciones, y se hacen de la vista gorda frente a las reiteradas violaciones del clero a las leyes mexicanas.

En realidad los miembros del clero -sobre todo los del alto clero- viven una situación de excepción en materia política. Fiscalmente viven en el paraíso; penalmente gozan de impunidad; constitucionalmente son violadores contumaces y se conducen al margen de la norma superior.

Por cierto, los constitucionalistas tienen materia para la reflexión ante la designación que de los jerarcas católicos hace el Estado Vaticano, que se sujetan así al poder de un Estado extranjero y de hecho renuncian a la nacionalidad mexicana, pero ninguna autoridad los toca.

Cuando las iglesias no tenían personalidad y los ministros de culto religioso no eran reconocidos ciudadanos por haber jurado sumisión a un poder extranjero, como efectivamente es el Vaticano, su status jurídico era distinto al que tienen al adquirir la ciudadanía. Cierto que es una ciudadanía restringida, porque sólo tienen el derecho político de votar, y carecen de los demás, sobre todo del derecho de reunión y de asociación política, pero también, de hecho, han convertido a las iglesias en verdaderos centros de actividad política.

Ahora como ciudadanos, aunque sea a medias, deben abstenerse de jurar obediencia a los representantes de un poder transnacional, que es un deber de todos los mexicanos. Y en esta materia como en otras no debe haber ningún tipo de excepción.

Jurídica y políticamente no tiene ninguna validez el título, denominación, reconocimiento o funciones que un Estado extranjero, cualquiera que sea, otorgue a un ciudadano mexicano, sino cumpliendo los requisitos que la norma constitucional contiene. Lo mismo debe pasar con los ministros de culto, a los que otorga reconocimiento el jefe del Estado Vaticano; desempeñan funciones en virtud de la jerarquía que les otorga la Romana Iglesia, como dijo Karol Wojtyla al elevar a rango de Cardenal a Rivera Carrera, que a su vez juró, si era necesario, el derramamiento de su sangre para cumplir la misión que le encomendó un jefe de Estado extranjero, como es el jefe del Estado Vaticano. ¿Acaso no es fuero mantenerse en estado de excepción?

Cuando afirmo que la iglesia quiere más (no me refiero a la morena de la canción, en México, que quiere otro tipo de cosas), es porque su ambición terrenal no tienen límites. La reciente contrarreforma al artículo 24 constitucional, aprobada por la mayoría de los miembros de la Cámara de diputados del Congreso de la Unión, muestra su insaciable apetito de poder, muy lejos de las funciones supuestamente espirituales que dice representar.

En este sentido está la visita programada, para el mes de marzo, de Joseph Aloisius Ratzinger, el Papa alemán. Este señor viene a México con fines políticos: apoyar al alicaído, y seguramente derrotado, Partido Acción Nacional y de pasada intentar detener la caída libre de la iglesia católica que, cada año pierde, en nuestro país, a miles de feligreses.

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