El
lunes 2 de julio se percibía un ambiente de desolación entre la gente del
pueblo. No había alegría y menos entusiasmo por la “victoria” de Peña Nieto. Y
se empezaron a escuchar, en todas partes, cosas verdaderamente increíbles, o al
menos difíciles de creer en torno a la compra de votos: entrega de tarjetas
telefónicas, entrega de dinero en efectivo, reparto de celulares, distribución
entre los electores de tarjetas de la tienda Soriana, acarreo de votantes
presionados.
La
gente sencilla se preguntaba si las tarjetas de Soriana, entregadas por el
gobierno de la entidad a los estudiantes de las escoltas ganadoras en el Estado
de México, en el mes de marzo, alcanzaban para tanto, y si eran la causa de las
largas colas y el desabasto de mercancías en esa tienda.
Causó
verdadera indignación ver cómo abusaron de la gente de condición humilde que
abarrotó las tiendas Soriana, con la angustia reflejada en sus rostros, ante
los rumores de que esas tarjetas que les entregaron serían canceladas, o el
coraje incontenido de quienes llevaban su mercancía con la certeza de que
tenían más dinero del que les resultó en cajas.
Y
empezó, no la suspicacia de la gente, sino la certeza de que se utilizaron esas
tarjetas para comprar votos. Así, la información en los medios de comunicación
complementó lo que ya era comidilla entre toda la gente.
De
un escándalo nacional, la compra de votos se transformó rápidamente en un
escándalo mundial.
Los autores de la masiva compra de votos
convirtieron a México en el hazmerreir a nivel internacional, a grado tal que
desde el exterior se nos calificó simple y llanamente como una República
bananera, término despectivo que se refiere a aquellos países de América Latina
que, en el pasado, fueron gobernados por dictadores asesinos, a los que el
pueblo despreciaba llamándoles gorilas, y que en su totalidad fueron producto
de sangrientos golpes de Estado.
La
nobleza del pueblo mexicano -de sus mujeres, niños, jóvenes y adultos-
humillada como pocas veces en nuestra historia. Y así de la estupefacción del
domingo por la noche, en que el candidato presidencial priista fue declarado
vencedor de facto y él se autoproclamó como presidente, sin esperar los
términos de ley, se pasó a la indignación que desde el lunes va creciendo cada
día.
A
estas alturas si se prueba jurídicamente o no el fraude, puede importar a los que
tengan espíritu de leguleyo, pero el pueblo mexicano tiene su propia percepción
y su propia opinión, que es la que vale y, a la postre, la que cuenta.
Lo grave, lo verdaderamente grave, lo
políticamente grave es que hoy todo mundo habla de la elección presidencial
corrompida por la compra masiva de votos. Bueno, hasta los niños, que ahora
tienen mucha información, están enterados como nunca antes, de esa situación.
Y
esto quedará como un estigma, como una mancha imposible de borrar. Quedará para
siempre en los anales de la historia mexicana. Esto es, también, lo grave. Ya
no se corregirá ni se borrará con una decisión judicial.
Me
causó una gran impresión la conversación de unos jóvenes adolescentes que se
preguntaban, palabras más, palabras menos: ¿qué sentirán las personas que
ocupan un puesto de representación popular cuando saben que compraron los votos
para ganar? “No creo que tengan remordimiento” contestó uno. “Entonces son unos
cínicos, ¿verdad?” dijo otro.
Ahí
queda la pregunta y la carga histórica de la sencilla reflexión de estos jóvenes, así como la
obligación que tienen los involucrados de responder a este que es, también, un
juicio severo.
Hoy
por hoy la percepción de que existió un gran fraude está en todas partes y ha
penetrado hondo entre los mexicanos, en todos sus poros.
Y
la percepción de que se trata de imponer a Peña Nieto en la presidencia de la
República por televisa, denunciada por las maniobras evidentes desde hace
meses; la compra masiva de votos y el fraude
generalizado, no sólo es la de los que están participando en las marchas
masivas. Es la opinión de millones de mexicanos, y esa opinión va ganando
espacios rápidamente a nivel mundial.
Y
porque las elecciones tienen que ver con la voluntad popular, es decir, por no
ser el tema electoral sólo una cuestión jurídica, el que está obligado,
política y moralmente, a probar que no recurrió a la compra de votos es el PRI (lo
que a estas alturas ya se ve imposible, por el cúmulo de pruebas reunidas), es
decir, la carga de la prueba la tienen los priistas. Jurídicamente prevalece el
principio general del derecho de que el que afirma o acusa, prueba. Este no es
el caso, porque el respeto que debe merecer la voluntad popular rebasa con
mucho lo jurídico y se establece sólidamente en el ámbito político y moral.
Por
salud de la República el PRI no puede eludir esa responsabilidad y debe
abandonar la actitud de barandilla de Ministerio Público.
Si
no se limpia la elección, el IFE, el Tribunal Federal y los priistas, con la
sucia complicidad del PAN, pueden generar una crisis política de dimensiones no
conocidas, crisis que empieza a tener ya sus primeras manifestaciones.
Los
representantes de ese “nuevo” PRI que no se ven por ninguna parte, muchos de
ellos verdaderos párvulos de la política, cínicos, soberbios y prepotentes,
tienen una gravísima responsabilidad con la nación mexicana.
Por otra parte, Enrique Peña anunció el lunes
2 de julio que lo electoral quedaba atrás, sin haber agotado los pasos
constitucionales que ponen fin al proceso electoral, y que lo que seguía eran
las reformas estructurales, para lo cual formaba ya un equipo especializado
para implementar la reforma energética, la laboral, la fiscal y la de la
seguridad social, es decir, las reformas
neoliberales exigidas por el Banco Mundial, el FMI, la OCDE, los empresarios y
otras fuerzas contrarias a los intereses del pueblo.
En
esa declaración está la explicación del contubernio PRI-PAN que llevó a los
medios de comunicación y a Josefina Vázquez a levantarle anticipadamente la
mano a Peña Nieto, y que Calderón, atropellando violentamente la legalidad, lo
declarara presidente.
Como
se recordará, el candidato presidencial del PRI cayó precipitadamente en
posiciones de derecha, contraviniendo los documentos básicos de su partido, con
las pretendidas reformas estructurales, compromiso que fue, también, la razón de sus alianzas antinaturales con el
ala ultraderechista del PAN, representada por Manuel Espino de El Yunque y el
sinarquista anacrónico, Vicente Fox, y que explica, a su vez, los compromisos
con el PAN de Calderón y Josefina, que de un día para otro vieron una elección
limpia que no merece ser impugnada, a pesar de las denuncias contra el PRI
durante la campaña.
El silencio y la complicidad panista con el
PRI, frente a los atropellos a la voluntad popular, quedan ahí también para
engrosar los archivos de la ignominia.
Tiene
que quedar bien claro que, en este momento, México no tiene presidente electo
que haya surgido de la elección del primero de julio. Nadie se puede ostentar como
tal. Resulta un despropósito jurídico y político hacerlo.
El
párrafo tercero de la fracción II del artículo 99 constitucional, en relación
con las facultades de Tribunal Electoral
(Federal), establece:
“La
Sala Superior realizará el cómputo final de la elección de presidente de los
Estados Unidos Mexicanos, una vez resueltas las impugnaciones que se hubieren
interpuesto sobre la misma, procediendo a formular, en su caso, la declaración
de validez de la elección y la de presidente electo respecto del candidato que
hubiese obtenido el mayor número de votos”.
Resulta
por demás evidente que cualquier acción que se realice en contravención a esta
disposición es nula de pleno derecho y, por lo tanto, carece de validez.
En
fin, que entre abusos, humillaciones, excesos, errores garrafales y pruebas que
surgen como hongos cada día, se van acumulando elementos suficientes para
exigir la anulación de la elección presidencial, demanda que por lo demás ya
está en las calles.
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