En el artículo anterior
señalé las tareas urgentes que, a mi juicio, tienen las fuerzas democráticas de
la Nación mexicana, frente al desastre provocado por los neoliberales en
treinta años de mal gobierno. No se trata, como lo expresé al final, de un
programa, sino de las medidas urgentes para detener, también, la continuidad
del neoliberalismo anunciado por el nuevo gobierno federal.
Y frente a la continuidad del
neoliberalismo que socava la soberanía nacional, que daña gravemente la
independencia de México, que empobrece al pueblo y enriquece a unos cuantos,
generando un grado de desigualdad social inadmisible, me parece que también es
urgente plantear el cambio de régimen político.
El neoliberalismo conduce al
país al abismo de manera directa.
La democracia no es más que
una caricatura, y la llamada democracia representativa ha sido utilizada para
impedir que el pueblo ejerza su soberanía. El pueblo mexicano ha sido despojado
de su carácter soberano. En su nombre y representación se gobierna para un
selecto grupo de acaudalados.
La elección de los gobernantes
se ha convertido en un mecanismo formal que convalida el gobierno de la
oligarquía. Los hechos, en este aspecto, son contundentes. El enorme
abstencionismo es la muestra débil del rechazo de la mitad de los electores a
un proceso lleno de vicios, dominado hoy plenamente por el dinero.
La impunidad ha sido la marca
del neoliberalismo que, usando y abusando del poder, dispone a su antojo del
patrimonio nacional, lo pone a remate como si se tratara de una mercancía
cualquiera, asume conductas verdaderamente delictivas, sin que los responsables
sufran ninguna sanción.
La Constitución de 1917
corrió la misma suerte que el Código Fundamental de 1857 bajo la dictadura
porfirista: formalmente existe, pero su vigencia ha sido cancelada. Los
funcionarios públicos violan constantemente el contenido de la Constitución
nacional a ojos vistos, y no pasa nada.
Sus mandatos fundamentales
han sido alterados para garantizar los negocios más turbios y las ganancias más
sucias de la oligarquía. A través de las leyes secundarias se han cancelado
derechos constitucionales fundamentales de la nación y del pueblo: el despojo
del petróleo y la industria eléctrica; el regreso multimillonario de dinero a
los empresarios, que no sólo no contribuyen con sus impuestos, sino que se
apoderan de los recursos públicos; el despojo de los derechos de los
trabajadores mexicanos mediante la contrarreforma electoral reciente; el
despojo a la nación y a los ejidatarios de la propiedad social. Los ejemplos se
multiplican.
Cuando el neoliberalismo ha
sido desechado en otros pueblos hermanos de América Latina y del Mundo, y es
repudiado mediante grandes manifestaciones, en México se le invoca como el
último grito de la moda y se presenta, falsamente, como el remedio de todos
nuestros males.
El fuero constitucional,
otorgado a funcionarios federales y estatales, ha dejado de ser un mecanismo de
protección en el buen ejercicio de las responsabilidades públicas, para
convertirse en un instrumento que garantiza el desaseo de los funcionarios y
fuente primaria de la impunidad, que se extiende hasta los familiares de
quienes lo gozan.
Mientras exista el fuero no
habrá transparencia en el ejercicio del gobierno y menos rendición de cuentas,
temas sobre los que se habla mucho, se legisla en los tres niveles de gobierno,
pero todo sigue igual. La corrupción ha invadido como un cáncer terminal al
poder público.
En el extremo, y para
garantizar la continuidad de la política depredadora del neoliberalismo, el
actual gobierno federal presenta como una conquista histórica la conformación
de un bloque de fuerzas de derecha, integrado por el PRI, el PAN y el PRD, que
nulifica en la práctica la función deliberativa y resolutiva de las Cámaras del
Congreso de la Unión, que se convertirán en simples oficinas de trámite. Ese
bloque derechista pretende avasallar a las fuerzas opositoras y cancelar las
opiniones contrarias al proyecto neoliberal.
Como en uno de los momentos
más aciagos de nuestra historia, surge un Consejo para impulsar el llamado
“Acuerdo por México” con un tufo reaccionario, como lo tuvo en su momento la
Junta de Notables que impuso la forma monárquica de gobierno. Hoy, en lugar de
monarquía, hablamos de neoliberalismo.
A quien le quede alguna duda,
lea las siguientes líneas aparecidas en algunos medios nacionales la tarde del
martes 8 de enero del año en curso: “El
secretario general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
(OCDE), José Ángel Gurría, calificó ayer como inédito y excepcional la firma
del acuerdo por México. “Lo vemos con enorme interés y entusiasmo… Es lo que le
había faltado a México durante tantos años”, puntualizó.
El
entusiasmo de la derecha neoliberal expresado en pocas palabras por alguien que
debe decir abiertamente qué intereses representa y qué autoridad tiene para
meterse en la vida de los mexicanos cada que le viene en gana, sin tener
ninguna autoridad para hacerlo.
Los
funcionarios públicos a los que la Constitución les otorga el carácter de
mandatarios, en la práctica asumen el papel de mandantes o mandones. Todos, sin
excepción, son electos por la mayoría de la minoría, incluyendo los
escandalosos fraudes que marcan nuestra historia en los últimos 30 años.
Hemos
arribado a una situación en que la democracia representativa, en México, no
representa al pueblo, no representa a la nación, no representa las aspiraciones
legítimas del pueblo mexicano de independencia, soberanía, libertad y justicia
social.
La
primera condición para cambiar el régimen político en México es que el pueblo
recupere su carácter soberano. Esto puede sonar subversivo para los
neoliberales, pero el artículo 39 de la Constitución mexicana ordena: “La
soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo. Todo poder público
dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en
todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su
gobierno”.
Esta norma constitucional
debe modificarse o adicionarse para quedar con la siguiente redacción: “La soberanía reside esencial y
originalmente en el pueblo, quien la ejerce directamente a través de las figuras y
formas previstas por esta Constitución y las leyes respectivas. Todo poder público dimana del pueblo y se
instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable
derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
Modificar
la fracción II del artículo 35 de la Constitución Política de los Estados
Unidos Mexicanos para establecer “el
derecho inalienable de los mexicanos de participar en la dirección de los
asuntos públicos, entre otras figuras a través del plebiscito, el referéndum,
la iniciativa popular, la contraloría social”.
La
Iniciativa popular, como derecho de los mexicanos, está prevista en el artículo
35 constitucional, pero establece tales requisitos que hace imposible su
ejercicio.
De
acuerdo con el nuevo contenido del artículo primero constitucional esos
derechos son reconocidos (no otorgados) y deben ser escrupulosamente respetados
por todos los funcionarios. Y las leyes reglamentarias deben facilitar su
ejercicio y no hacerlos nugatorios.
Hay
que destacar que deben ser los ciudadanos los que hagan uso de los derechos
citados, y no las autoridades siempre proclives a impedir que se exprese la
voluntad colectiva de manera libre y segura.
Como consecuencia de las
adiciones señaladas, debe establecerse la revocación del mandato. El mandante
es el pueblo y ese carácter, por disposición constitucional, es inalienable.
Hay que regresar su carácter soberano al pueblo. Hay que reconocer el poder que
la Constitución otorga al pueblo, ese poder que le han usurpado los
funcionarios.
En las reformas a la
Constitución no debe quedar excluido el pueblo, por lo que es necesario incorporar
la figura del Referendo o Referéndum Constitucional para que el pueblo
participe directamente en la adición o modificación de la Carta Magna, y lo
mismo debe hacerse en las entidades de la federación con las constituciones
estatales.
Los funcionarios no deben
tener fuero cuando atentan contra los intereses de la nación, contra los intereses
del pueblo y de manera particular cuando se atenta contra el patrimonio público.
Es decir, los funcionarios públicos, cualquiera que sea su rango no tienen
facultades para disponer del patrimonio nacional, estatal y municipal.
Por lo tanto, la Constitución
de la República debe consagrar, de manera expresa, como derecho de los
mexicanos la prohibición de privatizar el patrimonio nacional, el de los
Estados y el Municipal, así como la prohibición de privatizar los servicios de
salud, de educación, la seguridad social, las empresas que formen parte o se
incorporen al patrimonio público, los aeropuertos, los puertos marítimos, las
reservas ecológicas, el petróleo y sus derivados, la electricidad y las
empresas que por mandato constitucional hoy tienen el encargo de manejar en
forma exclusiva esos renglones básicos de la economía nacional, como PEMEX y la
CFE.
También estará prohibido
privatizar las carreteras, el ejido, restableciéndolo como propiedad de la
nación entregada en usufructo a los ejidatarios, los sistemas de riego, la
propiedad y los bienes federales y estatales.
Privatizar un bien público será
causa inapelable para revocar el mandato de los funcionarios, separarlos de
cualquier función pública y obligarlos a reparar los daños provocados, además
de las sanciones penales que correspondan.
La Constitución establecerá
como obligación del Estado la nacionalización de la Banca y el Crédito, los
ferrocarriles de carga y pasajeros, la industria minera y siderúrgica. Y
declarar nulos de pleno derecho los contratos otorgados a particulares o empresas petroleras o de la
electricidad en violación de las disposiciones constitucionales que los prohíben.
La Carta Magna deberá
establecer como principio constitucional la intervención del Estado en la
economía, no la rectoría que es una figura impulsada por el neoliberalismo y
que impide al Estado promover el desarrollo económico y social.
Los delitos cometidos por los
funcionarios, en ejercicio del poder, contra los intereses de la nación y del
pueblo, en todos los niveles de gobierno (ejecutivo, legislativo, judicial y
municipal) serán exigibles en todo momento y no prescribirán.
Hay que ampliar sistemáticamente
los derechos sociales y las garantías individuales de los mexicanos:
Reconocer, a nivel
constitucional, el derecho a la libertad ideológica, la indemnización por error
judicial, a cargo del Estado; la obligación del Estado de garantizar la soberanía
alimentaria del país y, consecuentemente, el derecho a la alimentación; el
derecho al agua segura; el derecho de los mexicanos a la soberanía energética y
tecnológica; el derecho de llevar una vida libre de violencia; el derecho a la
paz social; reconocer y ampliar los derechos de las personas de la tercera edad
y de las personas con capacidades diferentes; el derecho a la investigación
científica; el derecho de los mexicanos a la enseñanza superior.
La Constitución mexicana
reconocerá el derecho de toda persona para recurrir a los tribunales a fin de
garantizar los derechos que ella reconoce y objetar las violaciones a la propia
Constitución. Reconocer también el derecho, tanto a las colectividades como a
las personas, para que los funcionarios responsables reparen el daño causado.
Y aunque no estén
explícitamente contenidos en las normas constitucionales, se tendrán por
reconocidos los derechos otorgados por instrumentos internacionales a favor de las
personas, estableciendo el principio de que la ignorancia de un tratado
internacional no excusa su cumplimiento.
El cambio de régimen político
tendrá, entre uno de sus principales objetivos, el cambio de modelo económico:
prohibir las privatizaciones y fomentar las nacionalizaciones.
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