miércoles, 9 de enero de 2013

CAMBIAR EL RÉGIMEN POLÍTICO DE MÉXICO



En el artículo anterior señalé las tareas urgentes que, a mi juicio, tienen las fuerzas democráticas de la Nación mexicana, frente al desastre provocado por los neoliberales en treinta años de mal gobierno. No se trata, como lo expresé al final, de un programa, sino de las medidas urgentes para detener, también, la continuidad del neoliberalismo anunciado por el nuevo gobierno federal.

Y frente a la continuidad del neoliberalismo que socava la soberanía nacional, que daña gravemente la independencia de México, que empobrece al pueblo y enriquece a unos cuantos, generando un grado de desigualdad social inadmisible, me parece que también es urgente plantear el cambio de régimen político.

El neoliberalismo conduce al país al abismo de manera directa.

La democracia no es más que una caricatura, y la llamada democracia representativa ha sido utilizada para impedir que el pueblo ejerza su soberanía. El pueblo mexicano ha sido despojado de su carácter soberano. En su nombre y representación se gobierna para un selecto grupo de acaudalados.

La elección de los gobernantes se ha convertido en un mecanismo formal que convalida el gobierno de la oligarquía. Los hechos, en este aspecto, son contundentes. El enorme abstencionismo es la muestra débil del rechazo de la mitad de los electores a un proceso lleno de vicios, dominado hoy plenamente por el dinero.

La impunidad ha sido la marca del neoliberalismo que, usando y abusando del poder, dispone a su antojo del patrimonio nacional, lo pone a remate como si se tratara de una mercancía cualquiera, asume conductas verdaderamente delictivas, sin que los responsables sufran ninguna sanción.

La Constitución de 1917 corrió la misma suerte que el Código Fundamental de 1857 bajo la dictadura porfirista: formalmente existe, pero su vigencia ha sido cancelada. Los funcionarios públicos violan constantemente el contenido de la Constitución nacional a ojos vistos, y no pasa nada.

Sus mandatos fundamentales han sido alterados para garantizar los negocios más turbios y las ganancias más sucias de la oligarquía. A través de las leyes secundarias se han cancelado derechos constitucionales fundamentales de la nación y del pueblo: el despojo del petróleo y la industria eléctrica; el regreso multimillonario de dinero a los empresarios, que no sólo no contribuyen con sus impuestos, sino que se apoderan de los recursos públicos; el despojo de los derechos de los trabajadores mexicanos mediante la contrarreforma electoral reciente; el despojo a la nación y a los ejidatarios de la propiedad social. Los ejemplos se multiplican.

Cuando el neoliberalismo ha sido desechado en otros pueblos hermanos de América Latina y del Mundo, y es repudiado mediante grandes manifestaciones, en México se le invoca como el último grito de la moda y se presenta, falsamente, como el remedio de todos nuestros males.

El fuero constitucional, otorgado a funcionarios federales y estatales, ha dejado de ser un mecanismo de protección en el buen ejercicio de las responsabilidades públicas, para convertirse en un instrumento que garantiza el desaseo de los funcionarios y fuente primaria de la impunidad, que se extiende hasta los familiares de quienes lo gozan.

Mientras exista el fuero no habrá transparencia en el ejercicio del gobierno y menos rendición de cuentas, temas sobre los que se habla mucho, se legisla en los tres niveles de gobierno, pero todo sigue igual. La corrupción ha invadido como un cáncer terminal al poder público.

En el extremo, y para garantizar la continuidad de la política depredadora del neoliberalismo, el actual gobierno federal presenta como una conquista histórica la conformación de un bloque de fuerzas de derecha, integrado por el PRI, el PAN y el PRD, que nulifica en la práctica la función deliberativa y resolutiva de las Cámaras del Congreso de la Unión, que se convertirán en simples oficinas de trámite. Ese bloque derechista pretende avasallar a las fuerzas opositoras y cancelar las opiniones contrarias al proyecto neoliberal.

Como en uno de los momentos más aciagos de nuestra historia, surge un Consejo para impulsar el llamado “Acuerdo por México” con un tufo reaccionario, como lo tuvo en su momento la Junta de Notables que impuso la forma monárquica de gobierno. Hoy, en lugar de monarquía, hablamos de neoliberalismo.

A quien le quede alguna duda, lea las siguientes líneas aparecidas en algunos medios nacionales la tarde del martes 8 de enero del año en curso: “El secretario general de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE), José Ángel Gurría, calificó ayer como inédito y excepcional la firma del acuerdo por México. “Lo vemos con enorme interés y entusiasmo… Es lo que le había faltado a México durante tantos años”, puntualizó.

El entusiasmo de la derecha neoliberal expresado en pocas palabras por alguien que debe decir abiertamente qué intereses representa y qué autoridad tiene para meterse en la vida de los mexicanos cada que le viene en gana, sin tener ninguna autoridad para hacerlo.

Los funcionarios públicos a los que la Constitución les otorga el carácter de mandatarios, en la práctica asumen el papel de mandantes o mandones. Todos, sin excepción, son electos por la mayoría de la minoría, incluyendo los escandalosos fraudes que marcan nuestra historia en los últimos 30 años.

Hemos arribado a una situación en que la democracia representativa, en México, no representa al pueblo, no representa a la nación, no representa las aspiraciones legítimas del pueblo mexicano de independencia, soberanía, libertad y justicia social.

La primera condición para cambiar el régimen político en México es que el pueblo recupere su carácter soberano. Esto puede sonar subversivo para los neoliberales, pero el artículo 39 de la Constitución mexicana ordena: “La soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

Esta norma constitucional debe modificarse o adicionarse para quedar con la siguiente redacción: “La soberanía reside esencial y originalmente en el pueblo, quien la ejerce directamente a través de las figuras y formas previstas por esta Constitución y las leyes respectivas. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de este. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

Modificar la fracción II del artículo 35 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos para establecer “el derecho inalienable de los mexicanos de participar en la dirección de los asuntos públicos, entre otras figuras a través del plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular, la contraloría social”.

La Iniciativa popular, como derecho de los mexicanos, está prevista en el artículo 35 constitucional, pero establece tales requisitos que hace imposible su ejercicio.

De acuerdo con el nuevo contenido del artículo primero constitucional esos derechos son reconocidos (no otorgados) y deben ser escrupulosamente respetados por todos los funcionarios. Y las leyes reglamentarias deben facilitar su ejercicio y no hacerlos nugatorios.
Hay que destacar que deben ser los ciudadanos los que hagan uso de los derechos citados, y no las autoridades siempre proclives a impedir que se exprese la voluntad colectiva de manera libre y segura.

Como consecuencia de las adiciones señaladas, debe establecerse la revocación del mandato. El mandante es el pueblo y ese carácter, por disposición constitucional, es inalienable. Hay que regresar su carácter soberano al pueblo. Hay que reconocer el poder que la Constitución otorga al pueblo, ese poder que le han usurpado los funcionarios.

En las reformas a la Constitución no debe quedar excluido el pueblo, por lo que es necesario incorporar la figura del Referendo o Referéndum Constitucional para que el pueblo participe directamente en la adición o modificación de la Carta Magna, y lo mismo debe hacerse en las entidades de la federación con las constituciones estatales.

Los funcionarios no deben tener fuero cuando atentan contra los intereses de la nación, contra los intereses del pueblo y de manera particular cuando se atenta contra el patrimonio público. Es decir, los funcionarios públicos, cualquiera que sea su rango no tienen facultades para disponer del patrimonio nacional, estatal y municipal.

Por lo tanto, la Constitución de la República debe consagrar, de manera expresa, como derecho de los mexicanos la prohibición de privatizar el patrimonio nacional, el de los Estados y el Municipal, así como la prohibición de privatizar los servicios de salud, de educación, la seguridad social, las empresas que formen parte o se incorporen al patrimonio público, los aeropuertos, los puertos marítimos, las reservas ecológicas, el petróleo y sus derivados, la electricidad y las empresas que por mandato constitucional hoy tienen el encargo de manejar en forma exclusiva esos renglones básicos de la economía nacional, como PEMEX y la CFE.

También estará prohibido privatizar las carreteras, el ejido, restableciéndolo como propiedad de la nación entregada en usufructo a los ejidatarios, los sistemas de riego, la propiedad y los bienes federales y estatales.

Privatizar un bien público será causa inapelable para revocar el mandato de los funcionarios, separarlos de cualquier función pública y obligarlos a reparar los daños provocados, además de las sanciones penales que correspondan.

La Constitución establecerá como obligación del Estado la nacionalización de la Banca y el Crédito, los ferrocarriles de carga y pasajeros, la industria minera y siderúrgica. Y declarar nulos de pleno derecho los contratos otorgados  a particulares o empresas petroleras o de la electricidad en violación de las disposiciones constitucionales que los prohíben.

La Carta Magna deberá establecer como principio constitucional la intervención del Estado en la economía, no la rectoría que es una figura impulsada por el neoliberalismo y que impide al Estado promover el desarrollo económico y social.

Los delitos cometidos por los funcionarios, en ejercicio del poder, contra los intereses de la nación y del pueblo, en todos los niveles de gobierno (ejecutivo, legislativo, judicial y municipal) serán exigibles en todo momento y no prescribirán.

Hay que ampliar sistemáticamente los derechos sociales y las garantías individuales de los mexicanos:

Reconocer, a nivel constitucional, el derecho a la libertad ideológica, la indemnización por error judicial, a cargo del Estado; la obligación del Estado de garantizar la soberanía alimentaria del país y, consecuentemente, el derecho a la alimentación; el derecho al agua segura; el derecho de los mexicanos a la soberanía energética y tecnológica; el derecho de llevar una vida libre de violencia; el derecho a la paz social; reconocer y ampliar los derechos de las personas de la tercera edad y de las personas con capacidades diferentes; el derecho a la investigación científica; el derecho de los mexicanos a la enseñanza superior.

La Constitución mexicana reconocerá el derecho de toda persona para recurrir a los tribunales a fin de garantizar los derechos que ella reconoce y objetar las violaciones a la propia Constitución. Reconocer también el derecho, tanto a las colectividades como a las personas, para que los funcionarios responsables reparen el daño causado.

Y aunque no estén explícitamente contenidos en las normas constitucionales, se tendrán por reconocidos los derechos otorgados por instrumentos internacionales a favor de las personas, estableciendo el principio de que la ignorancia de un tratado internacional no excusa su cumplimiento.

El cambio de régimen político tendrá, entre uno de sus principales objetivos, el cambio de modelo económico: prohibir las privatizaciones y fomentar las nacionalizaciones.

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