Más que una persona parecía un
fantasma, lleno de furia desde que aparecía en la punta de la loma hasta que
llegaba a la casa, injuriando a todo ser que se moviese o no, sin faltarle el
respeto a nadie, pues a pesar de los rayos y centellas que le brotaban hasta por
los poros, todo el mundo le merecía un gran respeto.
Junto con las palabras altisonantes,
llegaba desde lejos el olor a tabaco consumido, más penetrante que el humo de
una “arcina” después de haberse consumido, o de los ocotes medio verdes que se
resistían a prender bajo el comal de las
tortillas. Hasta las piedras se atemorizaban a su paso y los pájaros levantaban
el vuelo, en estampida, pues temían ser alcanzados por los improperios de Tío
Ángel. Con su arribo, su figura se sentía imponente y lo abarcaba todo: sus
ojos fulminaban lo que encontraban a su alrededor, y de sus espuelas se
desprendían grandes chispas, capaces de incendiar el infértil suelo de la
región, sobre todo en el invierno.
Cuando los niños percibían su inminente
llegada agrandaban los ojos desmesuradamente y sentían que un terremoto se
aproximaba, similar al que había provocado la erupción de El Paricutín, cuyas
cenizas cubrieron el valle, que lució más gris y más inmenso que nunca.
En ocasiones los zopilotes lo
escoltaban en su camino y lo abandonaban al llegar a la casa de la huerta,
seguros de que estaría, al menos por algunos minutos, bajo el resguardo
familiar y el temor creciente de los muchachos.
Su sombrero era, más que una aprenda
para protegerse del sol, del agua y de las inclemencias del tiempo, un objeto
formado por tierra y sudor, de color impreciso, a prueba de las lluvias
torrenciales de siempre. Igual era el resto de su vestimenta: la camisa, con el
tiempo, se había convertido en chamarra, cubierta con tierra roja del monte y
agua que hacían una mezcla sólida, y el pantalón -grueso también, parecía ser
de cuero a pesar del uso rudo que le había dado- se encontraba amoldado al
cuerpo y pegado a su piel morena, sucia, olorosa a cigarro o a barbacoa.
El sobrero de “pronunciado” y su figura
delgada le daban cierto aire al Quijote de Cervantes. Su caballo, compañero
inseparable y fiel, no le pedía nada a Rocinante. El Tío tenía sus molinos de
viento a los que no arremetía con espada en mano, sino con una lengua viperina
que profería injurias permanentes y golpeaba el viento con una fuerza inusual.
El bajar del caballo su cuerpo se
mantenía como si estuviera montado: abiertas las piernas como un arco tenso,
casi un circulo, sólo distorsionado por sus zapatos de una pieza tan viejos y
raídos como el resto de su ropa, con agujeros en la suela y en el cuero para que
sus pies pudieran respirar un poco de aire.
Su madre, una viejecita tierna de
ciento cinco años, que lucía su cabello totalmente negro y a la que le estaban
saliendo los dientes otra vez, con esa voz ronca que se les forma a las
personas de mucha edad, le decía con frecuencia: Ángel, “la pobreza no está
reñida con la limpieza. Te voy a llevar arrastrando a la poza para quitarte tanta
mugre que cargas por todas partes”. Y él, muy campante y quitado de la pena, le
contestaba: “no madrecita, aquí en el pueblo se dice que la cascara guarda al
palo, y eso es verdad, ya ves que nunca me enfermo. Quiero seguir siendo sano”.
Para Tío Ángel su guarida era el monte
donde había procreado con Francisca a Melchor, quien no hablaba de otra cosa
que no fuera de la lumbre y de los hombres que nos quemarían en un rato más.
Nunca se le vio dirigir la palabra a su hijo que, se murmuraba, había recibido,
en la cabeza, tantos golpes de su madre, junto al fogón, que le hicieron perder
la razón, y que viviría a partir de entonces con el fuego en la mente como el
resto de los mortales vive con el aire en los pulmones.
Querido por la gente y temido por los
infantes, a los que no causaba el menor daño, Tío Ángel había asumido la
defensa de las causas perdidas de los pobladores, a los que representaba en gestiones
interminables ante las autoridades municipales o judiciales sobre tierras
comunales, ejidales y pequeña propiedad, todas de origen tan remoto que
dificultaba saber quién o quienes eran, ahora, los dueños.
Los trámites que realizaba estaban condenados
al fracaso. Su interés por resolver los casos que la gente le encargaba reñía
con su desconocimiento de las formas y modos amañados dominados a la perfección
por la pequeña burocracia oficial que, por años, todo lo enredaba para
quitarles hasta el último centavo a sus miserables gobernados.
Aún sabiendo que eso ocurriría se
trasladaba a las oficinas, ahora transformado en una persona
irreconocible. Sus zapatos
experimentaban un gran cambio, pues hubiera sido el extremo de la locura
subirse al camión con las espuelas bien puestas en los botines.
Extrovertido y dicharachero, enteraba a
todo mundo de sus gestiones y de su enojo al que acumulaba un lenguaje fuerte
para ganar el pleito de palabra y perderlo, de hecho, ante las autoridades. Su
voz retumbaba por todas partes, lo que le permitía ganar la simpatía de sus
escuchas para las causas justas que representaba, que eran la tenencia de la
tierra y la felicidad de sus semejantes. A su modo y a su forma el grito de
“justicia, tierra y libertad” de Emiliano Zapata estaba envuelto en las
resonantes palabras que profería al por mayor, sin detenerse a considerar quién
o quienes estaban cerca.
Su hambre lo saciaba con quesos
enteros, que devoraba como si hubieran transcurrido años sin haber probado
bocado. Y cuando comía eran momentos de silencio hacia adentro y hacia afuera,
pues aunque le hablaran o le llamaran no contestaba jamás, ni tomaba en cuenta
a quienes se encontraban cerca o lejos. Sabía estar solo en medio de verdaderas
muchedumbres.
La fuente del agua cristalina
localizada cerca de su casa, no sólo era el lugar donde saciaba la sed que le
atormentaba en tiempos de calor y le purificaba el espíritu, sino el sitio que
visitaba con frecuencia para observar el magnifico espectáculo que representa
el brote permanente y majestuoso del líquido que explica el origen de la vida y
sustento de todo ser viviente. Ahí, frente al “ojo de agua”, retaba al sol que
lo envolvía totalmente, y con gran alegría formaba un cuenco con sus manos para
beber y beber el agua más pura que jamás se había conocido, con ese sabor a
sol, a tierra, a frescura, a humedad, “verdadera maravilla de la madre
naturaleza”, repetía.
Sin grandes conocimientos en la
historia patria, afirmaba convencido que los dioses Huitzilopochtli y Tláloc
debieron ser los constructores de ese pozo maravilloso del que brotaba la vida
todos los días.
Para saber en qué hora del día se
encontraba, dirigía la mirada a los cerros que circundaban el valle, ya fuera
por la mañana, al mediodía o en la tarde. Las luces y las sombras le permitían
saber casi con exactitud la hora en que vivía, práctica y costumbre de la que
se sentía ufano porque, decía, “nos vienen de nuestros más lejanos antepasados
que habitaron estas sagradas tierras, de esos sabios que cada vez conocemos
menos”, aunque, a decir verdad, en tiempos nublados no sólo se le alteraba la
hora, sino hasta el ritmo de la vida y lo mismo le pasaba a su caballo que,
desorientado, no acertaba a tomar el camino hacia su morada.
Fascinaba siempre con su relato del
coyote, cada vez más amplio y completo. Nunca fue la misma historia, pero al
final ese relato recorrió el monte e inundo el valle para regocijo de propios y
extraños que la escuchaban con atención y llenos de admiración, pues en ese
tiempo era común atribuirle a dicho animal poderes capaces de hipnotizar a cualquier
ser humano que encontrara en su camino.
En un día de juerga y algunos tragos,
Tío Ángel regresaba a su casa en medio de una luna llena esplendorosa,
balanceándose sobre el caballo, que resistió firmemente los movimientos
huracanados del jinete sin control. De pronto un escalofrío recorrió todo su
cuerpo, se le enchinó la piel y se le erizaron los cabellos. Desde hacía rato
alguien o algo lo seguía de cerca, pero al menor descuido ya iba junto a él, y
no le quitaba la vista de encima. Esa mirada lo electrizó y lo dominó, a pesar
de su carácter valiente y bravío, sin que pudiera articular una sola palabra
que lo defendiera del inminente peligro.
El coyote le mordió el estribo y el
caballo dócilmente se detuvo. A partir de ese momento estaba viviendo algo
parecido a un sueño, y recobró la conciencia hasta que se encontraba tendido en
el suelo sobre las hojas caídas de los arboles, sin su inseparable sobrero y
con la mirada fija y penetrante del animal, que no pestañeaba ni se movía.
De pronto el coyote mordió el sobrero y
lo arrastro hacía la cabeza del Tío, como si intentará ponérselo, pero con
asombro, abriendo los ojos lo más que pudo, vio como el inteligente animal lo
colocó con la copa hacía arriba, lo tomo con sus extremidades delanteras, se lo
llevo a la parte baja de sus extremidades traseras, orino y defeco en su prenda
inseparable, después lo regresó tan cerca de la cabeza que Tío Ángel, sin poder
emitir una palabra, pudo percibir el olor de su contenido.
Dueño absoluto de la situación, el
coyote lucía gigante ante los ojos del hombre indefenso, tendido cuan largo era,
que no acertaba a decir nada ni a mirar con claridad. Sentía que se mantenía en
un sueño profundo y los párpados le pesaban como una loza. Escuchaba pero no
miraba, era algo parecido o más que una pesadilla de la que no podía despertar.
Y así pasó el tiempo sin que él
supiera, a ciencia cierta, cuantos minutos habían transcurrido, y sin que el
coyote se despegara para nada, como si tomara venganza de algún agravio
recibido anteriormente, pues se sabía que frecuentemente, en el atardecer de
los días, les disparaba a esos animales con una vieja y destartalada escopeta de municiones,
siempre mal preparada y siempre pegando con toda fuerza con la culata en su
hombro derecho.
A lo lejos se escucharon voces que
tampoco el Tío pudo percibir, pero que el coyote captó con claridad. Fue
entonces que se retiró no sin antes pasar, una y otra vez, sobre el cuerpo
inerme de quien ahora había recobrado la lucidez, pero que se resistía a
levantarse para no provocar la furia del animal, que se alejó con la humildad
de un perro agradecido, después de haber recibido de su amo una gran dotación
de comida y sentir plenamente satisfecho su hambre.
Cuando las voces estuvieron muy cerca,
“a tiro de piedra”, como decía el narrador de este fabuloso cuento, alcanzó a
balbucear tal cúmulo de improperios, que su caballo, negro y brioso, perdió la
tranquilidad que había mostrado durante todo el tiempo que el coyote los dominó.
Se encabritó y partió a gran velocidad
para la casa, a la que llegó relinchando tan fuerte, que Francisca, alarmada,
despertó a Melchor para que viera lo que pasaba.
Mientras tanto el hombre que había sido
víctima del coyote atinó a dar con el sombrero sucio, y lleno de furia lo
aventó con fuerza a la orilla del camino. Emprendió el paso con la sensación de
haber soñado, pero el brillo de la luz de la luna llena y el intenso frío lo
volvieron a la realidad, estrujó sus ropas heladas y prendió un cigarro que le
supo a gloria, no por el sabor cotidiano que siempre le proporcionaba, sino por
haber alejado de su nariz el olor al coyote y a lo que éste le dejó en el
sombrero.
Como alma errante caminó con la mirada
perdida hasta que sintió el jalón fuerte de Melchor, a quien confundió, entre
las sombras de los arboles, con el coyote, figura que lo perseguiría para
siempre en sus noches de retorno a la casa, con la confianza de que nada le
volvería a suceder, porque ahora soltaba
la reata a todo lo largo detrás del caballo, que también se sentía seguro
viendo al coyote que los seguía de cerca, pero sin darles jamás alcance, porque el temor a la reata revivía
sus atavismos, pues el coyote sabía que con ese objeto muchos de sus
antepasados fueron ahorcados, dejando la vida en sus mejores años.
Tío Ángel se encontraba todavía lejos
de la casa, en compañía de Melchor, y para darse valor, cantó y repitió durante
todo el trayecto la canción que era su himno: “Solamente una vez”, que entonaba
completa cuando estaba en su juicio, pero ahora la interpretaba entrecortada y con
voz temblorosa, temiendo la aparición repentina del coyote y la repetición de
la escena que lo alteraba y llenaba de terror.
Otras veces contaba que por un momento
creyó tener al mismísimo Lucifer encima tratando de llevárselo al infierno, y
que él no le pudo reclamar con su acostumbrado lenguaje porque sus ojos
brillaban sin dejar ver nada y la cola de Satanás le tapaba la boca. “Me sentía
sofocado, con dificultad para respirar, sin aliento para levantarme, sin ánimo
de enfrentar a la encarnación del mismo diablo”, decía, con los ojos
desorbitados, casi siempre al terminar el relato.
Y cada vez, el cuento se alargaba o se acortaba
según el ánimo y la audiencia. Escenas anteriores desaparecían de repente y
nuevas le iban dando novedad y frescura. Siempre igual, pero siempre diferente.